domingo, abril 24, 2005

Crónicas de cine I

Cuando llega la madurez el cine se vuelve aburrido. Deja de ser el lugar secreto, casi un altar, donde todas las tardes te ocultabas del sol y de la sombra de uno que otro moralista, para empezar una aventura de manos calladas y miradas fijas en la pantalla, donde el verdadero acto erótico ocurría en el asiento de al lado o sobre tus piernas, mientras continuabas mirando la luz del proyector escupida sobre tu cabeza.
Por lo general, la película resultaba aburrida y tú, lleno de güeva, la besabas y la seguías mirando mientras tu mano esculcaba bajo su blusa. Si era de terror mirabas fijamente la pantalla y, en un sobresalto inesperado, metías tu mano debajo de su falda, aprovechando el susto, para comenzar a masturbarla. Cuando era cómica llegaba tu hora, ella se trepaba en ti, dándote la espalda y algo más, se quitaba la pantaleta, inclinándose un poco hacia delante, y te la lanzaba a la cara una mirada lúbrica y, así, viendo ambos la película, comenzaban a hacer el amor mientras ella ocultaba sus gemidos en la risa de los demás.
El cine representaba toda una vida fuera de pantallas, pero ahora, sentado, solo, con un gran refresco a tu derecha y la libreta sobre las rodillas para cumplir tu trabajo de crítico de cine, no encuentras a la mujer a tu lado, sobre ti, ni siquiera en el acto erótico llameante de Alfonso Arau, que culmina entre maderas y fuegos artificiales, no te encuentras en la pantalla, en la butaca donde sólo te percatas del deseo, de esa cruel bestia esclavista que logra la erección de nuestra sensibilidad, esa bestia que nos vuelve estúpidos ante un par de tetas o un escote vulgarmente prolongado. Entonces volteas y la miras, de vestido de licra azul, a dos asientos de distancia, ocultando sus labios con su mano izquierda, sola, en espera de una palabra, un gesto o, simplemente, de que se acabe de una estúpida vez esta película tan ridículamente cursi. Pero no te decides a abordarla, le temes, le huyes, temes la negativa o incluso la aceptación, le temes a sus dientes finos y a su mano blanca que bien podría esgrimir un látigo de cuero, pero es demasiado tarde, ella te ha mirado y te sonríe como María o Helena, con el nombre quebrado en la boca, indescifrable, y sabes que es tu deber tomar los fragmentos de la voz y reconstruirlo, de darte una idea de quién es esa mujer, de su porqué solitaria en el cine, si su novio la plantó o está en caza de hombres, y piensas que es una fichera, una puta de salas con olor a palomitas, de placer, y le vuelves a temer mientras involuntariamente le sonríes con lo que parece ser una mueca, pero ella entiende, sabe que has recogido las piezas reconstruyendo su nombre así como ella enmendó el tuyo, y dejas de lado el pánico, te levantas y la ves más de cerca, sus ojos grises se mueven de manera seductora, advirtiéndote que debes ir con cuidado, que las curvas pueden ser muy prolongadas para tus manos fofas carentes de control, te recuerda que hace años que no tienes relaciones piel a piel y se pone de pie como se hubiera puesto de rodillas, sensual, y te mira con morbo, lentamente, acercándose a ti para susurrarte que quieres volver a ser joven y de nuevo jugar con ella, sólo que, esta vez, en las reglas queda penado el abandono.