domingo, abril 24, 2005

Rayuela

La línea está trazada. Ella la hizo y comienza a jugar a ser dado. Se da vueltas y choca con sus caretas mentales, así advierte el número que va en cada casilla. Se arrodilla y se levanta. Mira. Explora el área y siente la necesidad de seguir su obra, de avanzar a nuevos territorios donde no ha topado, aún, su frágil mano. Los otros la miran con desconcierto. Esperan, como cazadores de águilas, la decisión de la mano que traza. Todos dentro del mismo círculo, en el desconcierto de no saber donde está el bien y donde el mal. Navegan en el limbo de la espera, de la indecisión de la mano que traza, que busca la manera de no crear obstáculos, pero que los crea al intentar evitarlos. Las calles de octubre cubiertas de polvo. En su mano el gis pierde su color blanco al desmigajarse contra el pavimento. Ella mira, con sus ojos profundos, tras de sí. Sabe que la observan con cierto odio. Se levanta del suelo y vuelve a mirar su obra, para al instante volverse a inclinar y concluir al colocar dos palabras de potencia avasalladora: “infierno”, por lo bajo, y “cielo”, en la punta. De rodillas toca su obra finalizada. Ve las pequeñas partículas de gis que ha esparcido por todo el recuadro y siente que su trabajo ha sido perfecto. Los niños la miran con preguntas encerradas en los ojos. Esperan la orden de dar inicio al juego, pero ella no los llama. Por un momento siente deseos de no dañar su creación, de no dejar que los pies manchen la pureza de las líneas blancas, pero la mirada débil de aquellos niños que esperan dentro del circulo, que no desean quedar fuera del rol del existir, la llevan a tomar determinación. Los voltea a ver con tristeza manteniendo un pie sobre el “cielo” y otro sobre la nada, y duda. Por un instante todo es viento, es agonía de calles desiertas a la luz fría de la mañana. Golpea sus costados y sonríe, sus ojos azules se iluminan y los niños creen que ha llegado el momento esperado pero ella los detiene alzando la mano frente a sí. Se arrodilla de nuevo y borra la palabra “infierno” con la palma que al instante se torna gris. Los niños dan un paso atrás y se desconciertan, pero ella, absorta en su tarea, les brinda seguridad con su silencio. Alza la mano y traza una palabra, donde estaba la anterior, donde ya sólo se advertía una mancha blanca y roída. Se levanta y mira de nuevo su obra. La siente más cercana y cree que es posible cumplir el difícil camino de la existencia de los trazos. Los niños sonríen y se acercan corriendo al primer circulo. No lo miran, únicamente lo pisan, y la palabra “tierra”, que la niña sabia escribió, se va borrando con cada niño que pasa sobre ella para alcanzar el final, donde la niña-mujer, vestida de blanco, los espera con los brazos sobre el pecho.
Al llegar la noche, por la calle desierta, sólo se ve a un anciano alegre que se reclina y borra, con su mano rugosa, los trazos que alguna vez hizo la niña vestida de blanco. El secreto queda atrapado en la mancha blanca de la palma de aquel viejo de mirada infantil.